Chapter 1
Como casi todas las mañanas después de su tratamiento de quimioterapia, Cynthia se despierta en casa con la boca seca como algodón y con un dolor de cabeza intenso, como si hubiese recibido un golpe de martillo.
Esta mañana, sin embargo, sus ojos se abrieron de golpe y se sentó, alerta. Algo anda mal. La oscuridad llena cada rincón del dormitorio, únicamente la luz que se filtra tenuemente por debajo de la única puerta a su izquierda proyecta un resplandor en el suelo. Después de recibir quimioterapia, normalmente mantiene su habitación en completa oscuridad, ya que las migrañas provocadas por la sensibilidad a la luz son un efecto secundario bastante común en ella.
Las sábanas, que deberían ser de suave algodón, se sienten ásperas. En lugar del aire fresco y refrescante del humidificador, el aire es seco y cálido, con un sutil aroma a pinos blancos americanos y abetos, como si se encontrara en una cabaña.
¿Por qué no está en su habitación? Le dará una paliza a su hermano por dejarla pasar su periodo de recuperación en un excéntrico Bed & Breakfast, donde seguramente sirven desayunos formando con la comida la imagen de una cara sonriente en el plato.
—Zach… —el nombre de su hermano muere en sus labios cuando un leve escalofrío la alarma. Es una sensación de estar en peligro, la que se apodera de ella. Primero mueve su mano, luego, una pierna. Cada miembro de su cuerpo se encuentra rígido, como si hubiese dormido más de lo habitual. Pasa su mano sobre las sábanas, en el espacio libre a su lado, y siente la calidez característica de que alguien ha estado acostado ahí no hace mucho.
Cynthia no ha dormido sola.
Lucha por tragarse el miedo que se atora en su garganta. Ya que no se encuentra en casa, es evidente que no cuenta con sus armas. Un cazador siempre lleva algo útil consigo, pero no tiene idea de dónde está su bolso.
—Sé que estás despierta —dice una voz profunda, masculina, desde la esquina a su derecha que se mantiene en las sombras.
Tan rápido como es capaz, se arrastra fuera de la cama y va hacia la puerta. En cuanto da unos pasos, su cuerpo se rebela; siente un retortijón repentino en el estómago, cuando una ola de náuseas la recorre.
No ahora. No ahora. No ahora.
Después de cada sesión de quimioterapia con un exquisito cóctel de medicamentos, ella suele ser una de las afortunadas en sufrir náuseas intensas. Y, cada vez, vomitaba sus tripas como si fuera un chico universitario que ha bebido en exceso y ha terminado inclinado adorando un altar de porcelana. La terapia de intensificación contra el cáncer es una mierda.
El sonido de sus arcadas debió incitar al desconocido a actuar, ya que, en segundos, se encuentra a su lado con un cubo en las manos. Después de tantas visitas al hospital, la vergüenza de ser vista sufrir un acto tan personal ha desaparecido. Enfermera tras enfermera la han visto vomitar. Que la viese un extraño más no le importa mucho.
El sujeto la sostiene con un robusto brazo alrededor de su cintura, mientras la ayuda a sujetar el cubo. Incluso cuando sus rodillas se doblaron, la continúa sosteniendo. Con demasiada facilidad.
—Te tengo —dice, en un tono suave—. Terminará pronto.
Cuando todo acaba, deja caer su cabeza hacia atrás. Episodios como este siempre la despojan de la poca fuerza que le queda.
—No deberías haberte levantado —el desconocido la alza y la acuesta de nuevo en la cama. Una vez que la mujer se ha acomodado, sale de la habitación llevando el cubo consigo, y regresa poco después. Durante todo ese tiempo, el corazón de la mujer palpitaba acelerado. No fue el suave tono de su voz lo que la alarmó, sino el calor que irradiaba la piel del hombre. Ha perdido un poco de peso, es verdad, pero él la levantó como si no pesara nada. ¿Acaso la capturaron los licántropos mientras se encontraba tan vulnerable y débil?
—¿Dónde estoy? —se decide por hacer una pregunta más objetiva, en lugar de cuestionar: ¿Quién eres?
El extraño ríe entre dientes. —A salvo, Cynthia.
Vaya. Entonces, sabe su nombre. —“A salvo” no es una respuesta lo suficientemente buena.
—Has dormido durante casi veinticuatro horas después de tu tratamiento de quimioterapia en Vancouver. Si estuvieras en peligro, ya estarías muerta, cazadora.
—¿Dónde está Zach? —inquiere, intentando mantener el temblor fuera de su voz.
El hombre no responde.
Sus ojos finalmente se han adaptado a la oscuridad. Una única ventana con cortinas pesadas y una puerta son los únicos puntos de salida. Cada uno requiere al menos cinco pasos. La mujer viste una camiseta fina y pantalones cortos; dependiendo de las condiciones invernales del exterior, no duraría mucho, a menos que llevase al licántropo consigo y que encontrara ropa adecuada.
Sus dedos tiemblan. Hace un año, antes de su diagnóstico de cáncer, habría usado una pistola sujeta a su muslo, para convertirlo a él y a cada licántropo en las cercanías en queso suizo. Dos balas de plata en el pecho habrían hecho el trabajo.
—¿Lo mataste? —pregunta, suspicaz.
—No.
Cyn puede distinguir débilmente la silueta del hombre que se encuentra apoyado contra la pared. Es alto, de hombros anchos y cintura esbelta. No puede distinguir el color de su cabello; de hecho, los únicos rasgos que puede distinguir son sus ojos. En la oscuridad, reflejan como los de un canino, como los ojos de un depredador. Ella intenta sostenerle la mirada, pero la intensidad de sus ojos la obliga a parpadear. Mantente alerta, Cyn.
—Esperas cobrar un rescate, ¿cierto? —indaga—, ¿someter al cazador vulnerable, usarme para acrecentar tu cuenta bancaria?
El sujeto se cruza de brazos. —Nada de eso.
—¿Entonces qué quieres?
—Quiero que primero te calmes. Los latidos de tu corazón son demasiado elevados.
El hombre habla como si ella le importara. Cynthia hace un sonido despectivo: los de esa especie viven para conquistar y dominar. Desde que el mundo descubrió que los hombres lobo vagan libremente por las ciudades, los cazadores han tenido que reforzar su estrategia para mitigar la carnicería que esos malditos pandilleros dejan a su paso.
—No tengo ningún medicamento para la arritmia, si tu corazón se sale del pecho, así que necesitas relajarte —agrega.
Cyn voltea hacia él. ¿Es médico? Por mucho que quisiera saltar de la cama, el sujeto tiene razón. Después de prácticamente haber tenido que vivir unas cuantas veces en el hospital, no está ansiosa por regresar.
Un pesado silencio se establece entre ellos. Sin embargo, la persistente necesidad de hacer preguntas no se atenua. ¿Cómo llegó aquí? O aún mejor, ¿dónde diablos es aquí? ¿Qué sucedió desde el momento en que recibió su tratamiento hasta ahora?
—¿Dónde está mi hermano? —inquiere entre dientes.
—No aquí —el hombre abandona la pared. Con un movimiento de su mano, abre las cortinas para revelar el cielo nocturno. En lugar del horizonte de Vancouver, no se ve nada más que montañas y árboles interminables esparcidos en un extenso valle, en el cual no hay una sola señal de civilización.
“Your brother returned to Vancouver,” the stranger explains. We brought you to my cabin in the mountains.